lunes, 18 de abril de 2022

Tercer relato encadenado - La mirada silenciosa.


 


La mirada silenciosa. 

 

He pronunciado demasiadas palabras en mi vida. Algunas formaron un argumento interesante, otras solo pretendían adularle. Él siempre decía que hablaba demasiado, a lo que le respondía que era para suplir las que le correspondían y nunca decía. Pero la verdad es, que hubo unas que no debí pronunciar. “Estoy deseando que desaparezcas de mi vida y no tener que estar pendiente de ti.” En ese momento no pensé que Marcelo siempre satisfacía mis deseos. 

Cuando me desperté a la mañana siguiente, fui consciente que esa vez también lo había hecho. Había desaparecido de mi vida. No necesité tocarle. Su rostro estaba girado hacía mí.


Sonreía, como siempre hacía cuando me compraba eso que tanto quería o me arreglaba algo en la casa lo que le pedía, en definitiva, cuando me consentía.  


“Estoy deseando que desaparezcas de mi vida y no tener que estar pendiente de ti.” Habían sido las últimas palabras que le dije, fueron las últimas palabras que pronuncié. Él no me había replicado, se marchó al dormitorio. Yo me acosté unas horas más tarde, en completo silencio, más por orgullo que por respeto a su sueño.


Son las últimas palabras que pronuncié. Ni siquiera llamé a urgencias, ni a mi hijo. Sabía que vendría a traerme unas cosas que me había comprado por Internet. 


Fueron las últimas palabras que pronuncié. Mi hijo acabó aprendiendo a comunicarse conmigo sin necesidad de decirle nada. No quiero escuchar esa voz que me arrebató al amor de mi vida. Por muy desastre que fuese, con sus medicinas, la ropa… con todo, siempre había amado a ese hombre.


Con el paso del tiempo, para el vecindario me he convertido en una especie de mueble. Quizás en una silla, por lo de tener patas y moverme. Por eso no se percataron de mi presencia hasta que un grito se escapó de lo más profundo de mi ser. Arrasó con todo lo que encontró a su paso para en la siguiente inhalación instaurar el vacío. 


Dulce fue la encargada de contarle a la Policía que llevaba años sin hablar, que tenía un hijo que se hacía cargo de mí pero que ella nunca le había visto. Llevaba  poco en el barrio. Una agente muy agradable y paciente me preguntó si tenía teléfono, quería llamar a mi hijo para que viniese a buscarme. No era apropiado dejarme sola tras lo ocurrido, según ella. Lo saqué de mi bolso y se lo entregué, nunca le puse un código de bloqueo por temor a olvidarlo. La vi meterse en la agenda de contactos. Los fue pasando hasta encontrar el que estaba registrado con el nombre “hijo”, como así era.


Todos enmudecieron, como yo hice antaño,  cuando el sonido de una llamada entrante emanaba del cadáver. La agente me miró con los ojos muy abiertos y yo la correspondí asintiendo.


Lo que ocurrió después está difuso. Para mí carecía de todo valor. Solo podía pensar en que ya no me quedaba nada. Bajé del coche patrulla en no sé que lugar. La amable agente me acompañaba. Un chico joven se presentó:


- Doña Emilia, soy Fran, asistente social. Tiene que acompañarme ¿de acuerdo? 
- Petra ha matado a mi hijo.


Mis cuerdas vocales se habían desperezado con aquel grito y reivindicaron algo más de actividad. 







©Elisabet Belmonte Torres.
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