Echó el pie fuera de la cama. El suelo estaba helado.
Maldita sea, definitivamente no quería salir. A tientas, dio con las gafas. Se
habría operado hace tiempo, pero le daba pánico ahora, a sus cincuenta y
tantos. Había sido miope toda la vida, qué más daba seguir usando aquella
muleta para ver bien. En realidad, los miedos se la comían con frecuencia.
Hasta salir a la calle se le hacía un mundo.
Lolo acudió con la correa en la boca.
Petra se agachó para cubrirlo de besos y recibir sus efusivos lametones en la
cara.
Un pantalón de chándal y una sudadera serían suficientes.
Desde que estaba en el paro había perdido las ganas de arreglarse. Total para
qué. No salía apenas y sus relaciones sociales se limitaban a Pepe el tendero y
a alguna vecina que se cruzaba por la urbanización.
Saliendo por la cancela, saludó a Dulce, una chica que hacía
honor a su nombre.
Aceleró el paso para llegar pronto a su destino. Lolo corría
a su lado. Siempre lo hacía. La seguía o se paraba al ritmo que ella marcase.
Al fin alcanzó la verja y entró, soltando al perro para que pudiese trotar a
placer.
No pasó mucho tiempo en el parque hasta que se
encontró al fiambre y tuvo que llamar a la policía temblando. Ante las
preguntas que le formularon, incidió una y otra vez en que ella solo pasaba por
allí.
De vuelta a casa sonreía y marchaba con paso alegre con Lolo a su
lado. ¿Quién iba a sospechar que hacía apenas una hora que ese hombre
había intentado agredirla? Menos mal que su profesor de defensa personal le
había enseñado a golpear mortalmente a su atacante. Verlo derrumbarse a sus
pies la hizo sentir satisfecha. Merecía la pena haberse decidido a salir. Un
tipejo menos de quien preocuparse.
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