Ventanas,
lunares y libros
Besó el lunar
sobre su labio. Con la yema de los dedos, recorrió las pestañas que enmarcaban
sus ojos cerrados. Irene los abrió, mirándole con estrellas. Paul sonrió. Le
aseguró que nunca las había visto brillar tan de cerca hasta entonces.
Ella se impulsó con
dificultad para salir de la cama, poniéndose de lado para ayudarse con el
brazo. Incorporándose, puso un pie dentro de la zapatilla, después otro. Se
había comprado unas pantuflas abiertas, porque los pies hinchados no entraban
en otras. Levantando los brazos hacia arriba, estiró la espalda.
Desayunaron
tostadas con naranja y azúcar. Últimamente sentía mucha necesidad de comer
dulce, aunque no se lo pudiese permitir en exceso. Paul le tintó de azúcar la
nariz y se la volvió a limpiar con el dedo mientras ella hacía un mohín de
fingido disgusto.
Vestirse cada
día era un mundo. Ya preparada, se despidió de Paul y salió a la luz del día.
Respiró la mañana y percibió el aroma a azahar. Primavera. La época más dulce.
Caminó entre naranjos para llegar a la estación. De repente, se le ocurrió que
podría llamar a la oficina para decir que se tomaba el día libre. Feliz, volvió
los pasos para darle la sorpresa a Paul y pedirle que le diera mil besos. Ese
hombre merecía la pena. Durante aquel año juntos, Paul había sido compañero,
confidente, amante y pilar. Guapo y divertido, cuando ella le decía que era
perfecto, contestaba que lo era tanto, que tenía dedos de más, por si alguno se
le perdía.
Mientras
cruzaba la calle, vio a una anciana de cabello blanco con un delantal de vivos
colores que, sentada en un taburete, vendía flores que conservaba en un gran
cubo azul. Se acercó al kiosco a comprar el periódico. El kiosquero, con su
simpatía de siempre, le deseó un feliz Día del Libro. Le pagó sonriendo y pasó
por la panadería para comprar el pan y la mermelada favorita de Paul.
Subió las
escaleras con algo de dificultad. Se sentía muy pesada. Menos mal que ya
quedaba poco. No había sido buena idea vivir en aquel exclusivo apartamento en
una de las zonas más caras de la ciudad. Mucho glamour pero ningún ascensor.
Deberían haberse quedado en su antiguo barrio setentero con ascensor en todos
los bloques.
Al entrar, un
extraño reflejo en el cristal de la ventana llamó su atención. Se acercó y miró
a través de ella. En el piso de enfrente, donde vivía la nueva vecina
pelirroja, Paul charlaba con la chica y la besaba con pasión. Cuando empezó a
quitarle la camiseta, Irene se sintió invadida por la rabia. ¿Cómo era posible?
Tan solo hacía una hora que ella se había marchado a trabajar. Él no la
esperaba y ella había querido sorprenderle, pero la sorpresa había sido suya.
No podía dejar
de mirar la escena. Tantas caricias y tantos te quieros se habían
quedado de repente en nada. Seguramente fingía para no disgustarla. Tenían
tanto por lo que estar felices que era probable que él no se atreviese a
confesar que se había enamorado de aquella chica que lo abrazaba con pasión.
Ella la había saludado muchas veces. Se veía tan encantadora que parecía
irreal. Lucía un cuerpo perfecto, con un buen par de razones y esa barriguita
imposible, tan plana que los vestidos le quedaban como a las chicas de anuncio.
Y esa piel de fina porcelana, mientras Irene lucía una gran mancha oscura en la
frente que temía que nunca fuese a desaparecer. No le extrañaba que Paul se
hubiese enamorado. Cualquiera caería en los brazos de la Bruja Roja, como desde
ese momento la bautizó Irene.
Decidió
enfrentarlo. Si había algo que no soportaba era que la tomasen por tonta.
Bajó las
escaleras poco a poco, salvando los escalones de uno en uno y agarrándose al
pasamanos para no caer.
Cruzó de nuevo
la calle, sin esperar al verde del semáforo. La mujer de las flores le ofreció
una rosa. Se percató de que aquella señora tendría un gran día de ventas,
porque mucha gente las compraría para regalarlas junto con un libro. La rechazó
todo lo amablemente que pudo, no estaba ahora para pararse a comprar. La señora
insistió. No iba a cobrársela, era un regalo para que no la invadiera el
antojo.
Al alcanzar el
portal de la Bruja Roja, llamó jadeante al timbre. El portero acudió a abrirle.
El hombre advirtió su mala cara, colorada por el esfuerzo. A saber qué pensaba
de aquella mujer sudorosa de torpes andares y cabello pegado a la frente.
Subir otra
escalera le iba a resultar difícil, pero no importaba. Echaría el resto y a
Paul se le caería la máscara.
Casi había
llegado a la planta de la Bruja Roja. Se asomó a la ventana del descansillo.
Necesitaba aire para recobrar el aliento. Frente a ella, el balcón de su casa
le devolvió la imagen de Paul, hablando por el móvil y gesticulando. No podía
creerlo. Había sido más rápido y ahora ya no podría sorprenderlo en plena
fechoría. Comenzó a bajar, esta vez con más parsimonia y con los hombros
caídos, cabizbaja. Pero no, enfrentaría a la Bruja, al menos tenía que ponerle
las cartas sobre la mesa a ella. De Paul se encargaría después.
Los escalones
cada vez se le hacían más costosos. Llamó al timbre. Nadie abrió. Aporreó la
puerta mientras aumentaba su impaciencia. Aquella mujer tenía que enterarse de
que Paul no era libre. Tal vez estaba tan engañada como ella.
La Bruja abrió
la puerta ataviada solo con un kimono de seda verde que la convertía en geisha.
Era tan hermosa incluso sin maquillar, que Irene se quedó sin aliento por unos
instantes. La cabeza le daba vueltas, la capacidad de hablar se había esfumado.
La chica le preguntó con una encantadora sonrisa si deseaba algo. La vio tan descompuesta
que la instó a entrar en su casa para que se recuperase.
Tras beber dos
vasos de agua con azúcar, pudo al fin recomponerse. La amabilidad de aquella
mujer no tenía límites. Le contó que la había visto con su pareja, besándose y
algo más. A la Bruja Roja le cambió el semblante. No sabía que aquel hombre
encantador tenía pareja. Se habían conocido hacía dos meses por culpa de un
libro. Ambos buscaban una novela para regalar y pugnaron por el único ejemplar
que había en la librería del barrio. Amablemente, él le cedió el libro a cambio
de que lo invitase a un café. Charlaron sobre literatura y el café se convirtió
en un aperitivo y una promesa de quedar de nuevo para seguir debatiendo sobre
libros. Hacía tanto que no encontraba a alguien así, que no se planteó nada
más. Nunca le preguntó si tenía pareja, pero él se entregaba de tal manera que
era imposible que pudiese amar a alguien más. Irene se levantó. Había escuchado
lo suficiente. Llamó por teléfono a Paul, pero comunicaba. La ahora no Bruja intentó
llamarle también. Ya no podía ser calificada de bruja por ser tan encantadora, por
lo que pasó a ser para Irene la Amable Pelirroja o simplemente Minerva, como le
dijo que se llamaba. Tras la puerta, sonó el timbre de un teléfono mientras
unas llaves se introducían para abrir. Una voz de hombre respondió a la Amable
Pelirroja. Irene se percató de que Paul le había cambiado el tono de llamada
para que cuando aquella chica llamase sonara distinto.
Ambas se
apostaron frente a la puerta, esperando enfrentar a aquel hombre que las amaba
a las dos sin darles la oportunidad de que ellas también eligieran.
Al entrar, se
quedó mirándolas sorprendido. Se giró interrogante hacia Minerva, preguntándole
si no iba a presentarle a su amiga. La Amable Pelirroja le preguntó si iba a
ser tan cínico de no reconocer que aquella que estaba frente a él con una
barriga de incontables semanas de embarazo era su mujer.
El hombre
abrió los ojos y la boca de par en par e Irene no supo dónde meterse.
Disculpándose, se escabulló entre los dos, murmurando un lo siento, lo
siento.
Esta vez, ni
la barriga ni sus pies hinchados le impidieron bajar las escaleras volando. La
vergüenza le daba alas.
Pasó por la
librería para comprar el libro que había publicado recientemente el autor
favorito de Paul.
Al entrar, le dio un beso, soltó el libro en la mesa y, deseándole un feliz Día del Libro, se precipitó al cuarto de baño para echarse agua en la cara y tirar las lentillas. Tenía que volver a graduarse la vista. Se puso las gafas y miró un momento por la ventana. Enfrente, la Amable Pelirroja, ahora reconvertida en Bruja, manoteaba y discutía con su querido novio. Le pesaba haber roto su armonía. Algún día intentaría explicarles que la miopía es así, que juega malas pasadas. Sintió una fuerte contracción y pidió a su hijo que esperase un poco. Demasiadas escaleras subidas y bajadas, pero aún no era el momento.
El pequeño Paulsen nació a los 48 días. Tenía el lunar en la comisura del labio, como su madre, y un dedo de más en el pie derecho, como su padre. Y una estrella en el ojo que siempre le trajo suerte.