Cuando era pequeño, su
madre siempre le hablaba del mar. De cómo le gustaba correr por la playa,
percibir el aroma que le traían las olas y nadar. Le transmitió el amor por
esas sensaciones y un desbordante deseo de experimentarlas.
Ahora que llevaba poco tiempo
con su familia adoptiva, cada vez que tenía ocasión les pedía que le llevasen a
la playa. El problema era el idioma. Por mucho que lo intentaba, no sabía
hacerse entender. Se mostraba muy alegre ante la idea de salir, pero nunca le
llevaban a ver el mar. Tal vez era porque hacía frío y preferían el campo, donde
cada fin de semana podían correr y jugar al aire libre.
Hacía ya mucho calor
cuando la familia comenzó a preparar unas vacaciones distintas. La mamá se echó
una pasta blanca en la cara que la puso como un payaso. Olía muy bien y el bote
tenía un sol dibujado. Embadurnó a los niños con la misma crema y aunque el papá
le indicó que le echase a él también, negó con la cabeza y le entregó el bote
para que se sirviera él mismo. También le gustó el olor de los juguetes nuevos
que sacaron del baúl. Para el campo se preparaban otras cosas que olían a leña
y a cuero, así que esos aromas le indicaron que había un nuevo destino por
descubrir.
Escuchó la palabra
«playa». Esa sí la conocía, porque su madre se la había enseñado en varios
idiomas. «¡Por fin, por fin!». Se sentía muy feliz. Saltaba de alegría y todos
reían con sus ocurrencias.
Montaron en el coche para
emprender el viaje. Cuando aparcaron y abrieron las puertas, él salió corriendo.
Sintió cómo le llegaba el aroma del mar que empujaban las olas. Aguzó el oído
para percibir el sonido del agua rompiendo en la orilla. Corrió, notando el
roce de la arena, caliente y suave, y se tiró al suelo para revolcarse. Emborrizado
como una croqueta, salió corriendo hacia el agua. Los papis reían y los niños
corrían junto a él. Al entrar en el agua, tragó un poco sin querer. Estaba malísima.
Sabía mucho a sal. Pero qué fresquita. Nadó y nadó, salpicando a los niños para
después salir corriendo y sacudirse el agua del pelo. Ya le daba igual que no
entendiesen sus ladridos, al fín había conseguido su sueño de ver el mar.
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