Esperé a que las luces de
los pisos cercanos a mi objetivo se apagasen. Conocía muy bien la dirección. Me
había preparado a conciencia para el asalto de aquella noche. Vestido de negro,
con gorro incluido, me dispuse a entrar. Tenía que ser sigiloso. No me perdonaría
que me vieran con las manos en la masa.
Subí las escaleras despacio,
pegado a la pared e intentando no hacer ruido. Tropecé con una maceta. No pude
evitar emitir un ¡auch! Mientras se me hinchaba el dedo gordo del pie, apunté
en notas mentales para mí: «Mejorar sigilo».
Alcancé el descansillo
que buscaba. A través de la puerta de enfrente, se escuchaban los ronquidos de
un vecino. Aquello no era humano. Me compadecí de su familia, si es que la tenía.
Encendí la pequeña
linterna, escudriñando la cerradura. Saqué el instrumental. Por suerte, estos
antiguos pisos conservaban las puertas originales. Nada que ver con una acorazada.
Posé mi ojo en el pequeño orificio destinado a la llave. Todo estaba oscuro.
Manejando la ganzúa, hurgué
una y otra vez, buscando el click que me indicase que la puerta se había
abierto. ¡Cuánta dificultad! Los tutoriales de youtube no me estaban sirviendo
de gran ayuda. Con lo fácil que lo hacían en los vídeos; adelante y atrás,
dos vueltas y camino despejado. Media hora llevaba yo. A este paso tendría que
marcharme. No había manera.
Al fin la cerradura
cedió, creo que más por puro hastío que por mi habilidad. La pobre debía de estar
harta de aquella tortura. Abrí de par en par, quitándome el gorro empapado en
sudor. En el sofá, una chica preciosa estaba tumbada, muy ligera de ropa. Al verme,
bostezó.
—Cariño, casi me quedo
dormida. Cada vez tardas más.
—Nena, —repuse—ya sé que
te dije que cumpliría tus fantasías, pero es que me lo pones muy difícil.
—Anda, ven, tonto. Dame un beso, Lupin mío, que te lo has ganado.
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